Actividad para la clase de español:»Tenemos un café pendiente»

Confidencias psicológicas: dinámica C1/C2

En la dinámica de hoy os invitamos a trabajar con textos periodísticos centrados en temas psicológicos con los que seguro nos seguimos identificados todos.

A continuación, una selección de temas cuyos textos íntegros podremos encontrar en el siguiente link.  

 Textos adaptados de http://elpaissemanal.elpais.com/categorias/confidencias/

 ¿Qué es la buena educación?

Hay personas que tienen modales y otras, simplemente, carecen de ellos. La buena educación va más allá de los conocimientos o el estatus social de la persona. Es cuestión de civismo y respeto hacia el otro.

Tenemos un café pendiente

A veces postergamos una conversación con alguien que nos ha herido por falta de tiempo o desidia. Si de verdad nos importa esa persona, hay que afrontar la charla cuanto antes

Cómo cambiar nuestra vida: Revolución a la japonesa

El efecto Shinkansen es un modo de gestionar las crisis personales o de empresa. Y consiste en llevar a cabo una auténtica transformación como la que vivió Japón a mediados del siglo XX, cuando el país tuvo que empezar de cero después de la Segunda Guerra Mundial.

¿Tu compañero de trabajo es un trepa?

El síndrome de Procusto define a aquellos que, al verse superados por el talento de otros, deciden menospreciarlos. Incluso deshacerse de ellos. El miedo los lleva a vivir en una continua mediocridad, donde no avanzan ni dejan que otros lo hagan.

Consejos para saber escuchar

Ayudar a alguien en problemas puede generar un conflicto si solo juzgamos sus acciones. Hay que aceptar que las soluciones que nos vienen bien a nosotros no siempre se pueden extrapolar. Y que lo más importante es escuchar al otro.

Dinámica:

1º PASO: Cada alumno o cada grupo de alumnos elige un tema.

2º PASO: Deberá leer el texto completo y realizar un esquema que le permita elaborar una presentación oral.

3º PASO: Presentación oral del tema, con planteamiento a los colegas de cuestiones relacionadas con el mismo.

 

Y aquí os dejamos los textos completos:

¿Qué es la buena educación?

Gabriel García de Oro

Hay personas que tienen modales y otras, simplemente, carecen de ellos. La buena educación va más allá de los conocimientos o el estatus social de la persona. Es cuestión de civismo y respeto hacia el otro.

LA CAMPAÑA de la red municipal de transportes de Madrid para evitar el despatarre masculino, es decir, la postura en la que el individuo se sienta completamente abierto de piernas, suscitó el pasado verano un debate acerca de la igualdad de género en los espacios públicos. No son pocas las voces que se alzan para denunciar que tan molesta costumbre no es una cuestión de machismo, sino una falta total de educación. De civismo. De modales. Ahora bien, ¿qué son y para qué sirven las buenas formas? ¿Tienen que ver con el protocolo? ¿Qué es eso del saber estar? Como vemos, no son preguntas sencillas de responder y seguro que formarían parte de cualquier tertulia animada. Así que lo mejor será recurrir a una anécdota que se le atribuye a Ferdinand Foch, mariscal francés y comandante en jefe de los ejércitos aliados durante la Primera Guerra Mundial, que tuvo que escuchar, en boca de un norteamericano, que los franceses, tan henchidos con sus modales, parecían estar rellenos de aire caliente.

Foch, sin perder el autocontrol ni la elegancia, le dio la razón al estadounidense, aunque añadió que los neumáticos también iban repletos de aire y que, gracias a ello, podían avanzar por caminos difíciles sin demasiadas complicaciones. También añadió que lo mismo pasaba con los buenos modales, pues a uno le permiten salir de las situaciones más comprometidas sin excesivos sobresaltos. Luego, suponemos, el mariscal se fue realmente henchido, tanto por su ingenio como por saberse vencedor del combate verbal. Sea o no cierta aquella historia, sí nos ofrece el verdadero sentido de la buena educación. La clave de cualquier manual del buen comportamiento es no molestar y tratar al otro como nos gustaría que nos tratasen a nosotros. Hay que hacer que la persona se sienta cómoda, mostrar respeto y cierta sensibilidad hacia sus sentimientos, creencias o formas de vida. Algunas normas se quedan obsoletas y otras valen en un país y no en otro, sin embargo, devolver el saludo, estornudar con moderación, no hablar a gritos, no devorar la comida o dejar salir antes de entrar son gestos universales que todo el mundo aprecia. Y que llevamos siglos poniendo en práctica, como demuestra el libro De la urbanidad en las maneras de los niños, que escribió Erasmo de Rotterdam en el siglo XVI. Este ensayo fue un auténtico best seller de la época, lo que indica que los ciudadanos del Renacimiento ya estaban muy interesados en todo lo relativo a la convivencia. Porque de eso se trata. De coexistir. Sobre todo de adaptarse y no imponer tus reglas.

El secreto de los buenos modales

Para ofrecer lo mejor a los demás tenemos que empezar por nosotros mismos. Lo primero que debemos hacer para ser educados es no autoflagelarnos y buscar la armonía interior. Si no estamos contentos o nos creemos que nuestros problemas son más importantes que los del resto, difícilmente veremos lo que pasa a nuestro alrededor y, menos aún, nos preocupará cómo actuar de cara al exterior. El secreto de los buenos modales y su poder transformador es justamente ese: estar bien con uno mismo. Tratarnos con corrección para luego comportarnos así con el otro. Pero ¿cómo lo ponemos en práctica? Estas cinco pistas nos pueden ayudar a interiorizar la importancia que tienen algunos gestos en nuestra rutina.

  1. Dar los buenos días.Tal vez sea la regla más básica del civismo, pero cada vez se practica menos. Vivimos tan angustiados y estresados, o tan metidos en nuestro mundo, que nos olvidamos muchas veces de saludar al compañero de trabajo o al vecino. Lo primero que debemos hacer para cambiar de actitud es darnos los buenos días a nosotros mismos. Desearnos lo mejor, llenarnos de buenos propósitos, de gratitud ante la jornada que empieza. Esto nos ayudará a encarar de una manera más amable el día.

 

  1. Hablar con corrección.En no pocas ocasiones usamos expresiones como “qué tonto soy”, “lo he hecho fatal” o “me siento un inútil” para referirnos a nosotros mismos. El lenguaje autodestructivo refleja inseguridades. Y esos complejos nos vuelven personas amargadas, tristes. También utilizamos consciente o inconscientemente palabrotas que pueden generar mal ambiente. Hay que quererse más para querer más al otro. Si no, entraremos en una espiral de resentimiento que repercutirá en nuestro comportamiento.

 

  1. Saber escuchar. Lógico.Una persona educada es aquella que no solo habla con pulcritud y utiliza un lenguaje apropiado. También escucha atentamente y presta atención a las necesidades y sentimientos de los demás.

 

  1. Sonríe.Cuando lo hacemos demostramos comprensión y empatía. Tal vez sea la manera más simple de comunicarse entre los seres humanos. Aunque no hablemos la misma lengua, todos entendemos una sonrisa. Si nos esforzamos por sonreír más, en el fondo, estaremos generando un buen ambiente interior que se trasladará al exterior.

 

  1. Sé detallista.Hay que tener presentes esas pequeñas cosas que poco a poco van construyendo un buen clima. Para eso hemos de prestar atención a lo que acontece en nuestra vida cotidiana. Por ejemplo, ceder el asiento a una mujer embarazada es una cuestión de fijarse en quién se tiene alrededor. Será más fácil si nos olvidamos un minuto de mirar el teléfono móvil y observamos a la gente que viaja con nosotros en el metro o en el autobús. O abrir la puerta a aquella persona que va cargada con la compra. O regalar unas flores solo porque sabemos que a ese amigo nuestro le encantan. Con nosotros pasa lo mismo, si nos damos ese pequeño capricho, ese momento de calma, de mimo y cuidado, nos sentiremos mejor y, a su vez, haremos sentir mejor a los demás.

POR Gabriel García de Oro

(Barcelona, 1976). Licenciado en Filosofía y Director Creativo Ejecutivo en Ogilvy Barcelona, escritor de literatura infantil y juvenil así como de temas de no ficción, siempre y cuando estén relacionados con la creatividad en cualquiera de sus formas. Esta pasión le lleva a desarrollar una actividad pedagógica que se materializa en cursos y talleres en, por ejemplo, la prestigiosa Brother Escuela de Creatividad

 

 

Tenemos un café pendiente

A veces postergamos una conversación con alguien que nos ha herido por falta de tiempo o desidia. Si de verdad nos importa esa persona, hay que afrontar la charla cuanto antes

CARLOS Y YO éramos colegas de trabajo y buenos amigos. Hicimos juntos muchos proyectos, comíamos a menudo y salíamos de vez en cuando con nuestras respectivas parejas. Un día, un compañero que nos conocía bien me preguntó:

—¿Os pasa algo a Carlos y a ti?

—No —le respondí—. ¿Por qué lo dices?

—No sé, es que se os ve distantes…

La afirmación, de entrada, me sorprendió. Pero pensando en ello me di cuenta de que era absolutamente cierta. Seguíamos compartiendo algún proyecto, pero ya no comíamos ni salíamos juntos. Aquella charla me hizo abrir los ojos y, tras pensar en ello detenidamente, comprendí que en realidad sí que me pasaba algo con Carlos. Algo tan sencillo como que me había sentado fatal un comentario que había hecho sobre mí en una reunión y nunca lo había hablado con él. Sin ser conscientes, efectivamente nos estábamos distanciando. Teníamos un café pendiente.

La expresión alude a esa conversación que no hemos mantenido y que, sin embargo, deberíamos afrontar con alguien de nuestro entorno por algo que ha ocurrido, ya sea algún tipo de conflicto o disputa que está poniendo en riesgo nuestra relación. Todos tenemos alguna charla así. Es algo natural y forma parte de una convivencia normal. Pero es bueno identificar el problema y no postergarlo durante mucho tiempo y quedar con la persona en cuestión cuanto antes. Hay que poner fecha y hora, fuera del día a día y de la presión.

Pero antes de llegar a ese punto, ¿cómo podemos ser conscientes de que nos hace falta una conversación de este tipo? La respuesta es sencilla: imaginemos que alguien, como en el ejemplo, nos ha dejado en evidencia en una reunión. Es algo que puede sentar mal, pero, una vez pasado el disgusto, es fácil dejar de pensar en ello. Sin embargo, puede ocurrir que, cuando nos crucemos con esa persona, el episodio vuelva tozudamente a nuestra mente. Verle provocará inevitablemente que vuelva a la memoria lo que ocurrió. Si es así, esta es la evidencia de que se trata de un trance no superado

También hay que tener en cuenta que no todo el mundo está dispuesto a afrontar la situación. Hay personas que ni comprenderán lo que les vamos a contar, ni tendrán la más mínima intención de hablarlo. Un principio fundamental es que tengamos los cafés pendientes solo con aquellos con los que creemos que la relación merece la pena y cuando estemos convencidos de que esa charla nos ayudará a recuperarla. Puede que la otra persona no quiera quedar porque no es consciente del episodio que a mí me molestó, o porque ha pasado un tiempo y lo ha borrado de su mente. Pero para mí es muy importante. Tener la ocasión de expresar lo que siento va a ser valioso y sano para nuestra relación. Aunque el otro no lo necesite ni tenga en este momento mi misma vivencia. En esos casos hay que insistir porque es necesario para uno mismo, pero sin esperar nada en concreto. Es una charla que tiene que abordarse sin expectativas. Puede que la persona en cuestión conteste: “No tenemos nada de qué hablar”, pero eso no significa que la relación esté perdida. Lo que quiere decir es que no está preparado aún. Si su respuesta es: “Mejor la semana que viene”, lo que se le pasa por la cabeza es que necesita un tiempo. Quizá diga directamente: “Vale, cuando quieras”. Eso es que quiere hablar con usted.

También es importante caer en la cuenta de que las conversaciones pendientes no son solo por cosas negativas que pasan en el contexto de una relación; hay muchas charlas —más de las que imaginamos— por cosas buenas que no hemos compartido con la gente que nos importa, o por agradecimientos no dados. Si hoy no te doy las gracias, mañana será más difícil, y pasado, ya casi imposible (cada vez me da más vergüenza mi omisión). A partir de ahí el café pendiente está servido. Solo reserve un espacio de tiempo generoso para pasar con esa persona, porque este tipo de conversaciones requieren tiempo y es bueno apurarlas hasta el final. Y, por último, busque un entorno propicio. El lugar siempre es parte del mensaje.

PORFerran Ramon-Cortés

Licenciado en Ciencias Empresariales y experto en comunicación.

 

Cómo cambiar nuestra vida: Revolución a la japonesa

 

 

 

El efecto Shinkansen es un modo de gestionar las crisis personales o de empresa. Y consiste en llevar a cabo una auténtica transformación como la que vivió Japón a mediados del siglo XX, cuando el país tuvo que empezar de cero después de la Segunda Guerra Mundial.

A LO LARGO de la vida atravesamos numerosos cambios personales. Algunos plantean pequeñas mejoras, otros nos ayudan a deshacernos de malos hábitos. Algunos incluso pueden conllevar una transformación tan radical que prácticamente nos hacen empezar de cero. ¿Cómo afrontar una situación así? La historia moderna de Japón nos brinda un enfoque muy lúcido para gestionar este tipo de situaciones. Se conoce como el efecto Shinkansen por el tren bala de Japón, uno de los símbolos del renacimiento económico del país tras la devastación de la Segunda Guerra Mundial. Hoy, el ingeniero y escritor Héctor García denomina así a la capacidad de llevar a cabo una revolución personal, social o profesional. Su idea es que para conseguir una mejora basta con hacer retoques, pero para lograr una auténtica transformación hay que cambiarlo todo.

Jack Welch, antiguo presidente de General Electric, vio claro este concepto después de una visita a Japón en 1993. El ejecutivo estadounidense era consciente de que en su empresa se aplicaba la ley del mínimo esfuerzo, y se preguntaba cómo conseguir que los empleados asumieran más riesgos y compromisos. En Tokio conoció a Eiji Mikawa, responsable de la sucursal japonesa de la compañía, que obtenía resultados mucho mejores que la matriz. El directivo le explicó que la mentalidad de sacrificio y capacidad de cambio tenían su origen en la experiencia vivida en su país, de la que el tren bala era un destacado exponente. En pleno ecuador del milagro económico japonés, durante los preparativos para los Juegos Olímpicos de Tokio de 1964, el Gobierno instó a Japan Railways a que encontrara el modo de aumentar significativamente la velocidad de sus convoyes. Por entonces, los más rápidos alcanzaban los 90 kilómetros por hora. “Si quieres que un tren vaya 10 kilómetros por hora más rápido, añade más caballos de fuerza al motor”, explicó Mikawa. “Pero si necesitas que pase de 150 a 300, tienes que pensar completamente diferente”.

En la esfera personal, el efecto Shinkansen puede aplicarse en un buen número de situaciones. Por ejemplo, cuando, tras muchas refriegas y discusiones estériles, una pareja se da cuenta de que no es capaz de entenderse. En ese caso, ambos necesitan plantearse una manera totalmente distinta de relacionarse, juntos o separados, en una nueva etapa. ¿Otros contextos? Después de un despido, al final de nuestra carrera profesional o tras un grave problema de salud. En esas coyunturas es necesario reconsiderar las rutinas y empezar a vivir de un modo radicalmente diferente, como un renacimiento.

 

ILUSTRACIÓN DE GORKA OLMO

Como en todo reajuste, hay una serie de pasos que conviene seguir. El primero y más importante, localizar cuál es esa área de nuestra vida que precisa de un cambio radical. Una vez se tome conciencia de que abordar ese problema supondrá el inicio de una pequeña revolución, hay que replantear de cero todos los hábitos relacionados, diseccionándolos a través de la pregunta: ¿existe un modo mejor de hacer esto? En última instancia, siempre resulta conveniente buscar el apoyo de expertos, así como de personas que hayan vivido una experiencia similar. Porque, tal como se decía en El gatopardo, de Giuseppe Tomasi di Lampedusa, a veces “hay que cambiar todo para que nada cambie”.

 

La velocidad del cambio

— En el extremo opuesto del efecto Shinkansen está el Kaizen, un proceso de mejora continua a partir de pequeños cambios diarios en una misma dirección. Se empezó a aplicar también en el Japón de mediados del siglo XX. Una de las empresas que lo desarrolló fue la compañía de coches Toyota, donde las aportaciones de los trabajadores para mejorar el sistema, por nimias que sean, son valoradas y ­premiadas.

— Muchos de esos cambios minúsculos acaban derivando en un notable incremento de calidad, lo cual ha situado al fabricante de coches como una de las marcas de automóviles más consolidadas del mundo.

— Ambos sistemas, el Kaizen y el Shinkansen, pueden complementarse, pero hay que saber que obedecen a distintas necesidades: la primera busca el cambio progresivo, y la segunda, una transformación radical.

 

PORFrancesc Miralles

 

¿Tu compañero de trabajo es un trepa?

 

El síndrome de Procusto define a aquellos que, al verse superados por el talento de otros, deciden menospreciarlos. Incluso deshacerse de ellos. El miedo los lleva a vivir en una continua mediocridad, donde no avanzan ni dejan que otros lo hagan.

MUCHAS PERSONAS que se sienten inseguras o carentes de destrezas tratan de dañar a las que ven como su competencia, a quienes destacan o pueden hacerles sombra. Este fenómeno se conoce como síndrome de Procusto. Según la mitología griega, Procusto, hijo de Poseidón, fue un posadero terrorífico que torturaba, amputaba o mataba a martillazos a todos los que se hospedaban en su casa si su tamaño no coincidía con la longitud de su cama. Si eran más altos, les serraba las partes del cuerpo que sobresalían, y a los que el lecho les quedaba grande, los descoyuntaba a golpes. Este tirano, de estatura descomunal y fuerza desmesurada, terminó probando su propia medicina cuando Teseo le retó a medirse en su propia cama.

En la actualidad utilizamos el concepto de síndrome de Procusto para definir a aquellos que tratan de deshacerse o de menospreciar a los que son más brillantes que ellos. Son ejemplo de intolerancia hacia lo que es diferente, pero, sobre todo, hacia lo que es mejor. Procusto cortaba la cabeza o los pies de quien sobresalía de su camastro, y muchos compañeros de trabajo y líderes boicotean, humillan y limitan a los que destacan respecto a ellosporque se convierten en una amenaza.

 

Podemos encontrar huellas del síndrome de Procusto en todos los ámbitos, desde la empresa a la política, el deporte o la educación. Está presente en cualquier organización, pública o privada. Son muchos los que ansían el poder, ya sea tratando de alcanzarlo por méritos propios o degradando a los que pueden competir con ellos. Todos conocemos a alguien de nuestro entorno que se comporta de esta manera mezquina y ruin, conscientemente o no. ¿Cómo detectarlos a tiempo?

Muestran inseguridad y un sentimiento de inferioridad.Este tipo de individuos se ven amenazados por quienes ellos creen que podrían superarlos. Que alguien presente ideas mejores que las suyas podría dejarlos en evidencia frente a un superior. El miedo a perder su posición, poder o jerarquía subyace en estos casos.

Están a la defensiva. Es posible que se trate de alguien que se siente poco creativo, no tan inteligente, menos talentoso que otros. Cuando se ven frente a una amenaza, una de las soluciones a las que recurren es tratar de adelantarse a su rival. Pero carecen de recursos para superarse, de modo que en lugar de esforzarse y potenciar sus capacidades, tratan de limitar las de los otros. Piensan que así terminarán siendo todos iguales.

Acaparan tareas. El nivel de competitividad con el que se trabaja en ciertos entornos implica para algunos querer ganar a toda costa. Más de uno asume proyectos para los que no tiene tiempo con tal de que no se los asignen a un compañero que pueda sorprender haciendo un mejor trabajo.

 

Realizan atribuciones irracionales y pueden llegar a pensar que el hecho de que otros sean brillantes implica necesariamente que ellos no lo son. Pero la creatividad, la habilidad, la capacidad o el entusiasmo se dan por doquier, no se agotan porque alguien los posea.

Rechazan el cambio. Hay empleados, o jefes, que llevan años en una organización y trabajan a un ritmo determinado, acomodados en su situación. Verse sorprendidos por alguien con mayor motivación y entusiasmo, con ganas de cambiar para mejorar, conlleva que ellos tengan que adaptarse también a una nueva forma de hacer las cosas que los saca de su zona de confort.

Suelen juzgar las opiniones de los demás desde su propio punto de vista. Para ellos, sus ideas son las únicas válidas, y todo lo que difiera no tiene cabida. De esta manera boicotean el pensamiento creativo y las ideas del grupo, dificultando el trabajo en equipo.

Aquel que sufre el síndrome de Procusto puede terminar desen­cadenando un trastorno psicológico. Nos han educado en valores como el esfuerzo, la disciplina, la responsabilidad y la perseverancia. El hecho de ser castigado y humillado por aportar algo a una organización es contradictorio con esos valores. Las consecuencias pueden ser devastadoras personal y laboralmente para la víctima, que se verá limitada, cuestionada o ridiculizada. Los efectos también son nefastos para la organización, que pierde ideas, innovación y una sana capacidad de competencia.

Un empresario o un gestor inteligente siempre debería querer rodearse de personas más capacitadas, más creativas y más ingeniosas que él. Tener talento y aportar un valor añadido en un trabajo es la mejor manera de innovar y crecer. Y esto implica correr riesgos. Los empresarios tienen miedo de formar e invertir en empleados que luego vayan a cambiar de puesto. Pero si se quiere crecer, hay que arriesgar y fomentar una política de personal que retenga el talento en la empresa. Quien ejerce el síndrome de Procusto no trabaja en equipo y rechaza la posibilidad de aprender de los que le rodean. Es más, los fulmina. Entiende que la manera de ser todos iguales es torpedear a los brillantes. El miedo a verse superado lleva a muchas personas a vivir en una continua mediocridad, donde ellos no avanzan pero tampoco

PORPatricia Ramírez

Es experta en psicología de la salud y del deporte (campo en el que ha asesorado a equipos de fútbol como el Real Betis o el CB Granada). Dedica su tiempo a su consulta particular, a dar conferencias y compartir temas de psicología en los programas ‘A punto con LA 2’ y ‘Saber Vivir’. Es autora de varios libros, entre ellos, ‘Así lideras, así compites’ (Conecta, 2015).

 

Consejos para saber escuchar

Ayudar a alguien en problemas puede generar un conflicto si solo juzgamos sus acciones. Hay que aceptar que las soluciones que nos vienen bien a nosotros no siempre se pueden extrapolar. Y que lo más importante es escuchar al otro.

ME DEJAS que te cuente algo?

—Sí, claro…

—Ayer salí por la noche a tomar algo…

—Pero ¿cómo se te ocurre salir entre semana?

—Ya, el caso es que lo hice, y me encontré a Laura. Y otra vez discutimos…

—Como siempre, si es que cuando te pones…

—No empecé yo precisamente.

—Es igual. Lo que tienes que hacer es llamarla. Ahora mismo. Y te disculpas.

—No te lo contaba para que me dijeras eso.

—¿Y qué esperabas?

—Tenía bastante con que me escucharas. Y desde luego no necesitaba nada de lo que me has dicho.

Esta es una conversación entre dos amigos que tuve ocasión de escuchar en el AVE hace algunas semanas (me sigue sorprendiendo lo imprudente que es la gente contando su vida y hablando sobre sus negocios a oídos de todo el vagón). Una charla en la que uno de ellos busca ayuda y el otro se la brinda con la mejor de las intenciones, pero con el peor de los resultados.

¿Qué ha fallado?

La respuesta es sencilla: es una conversación plagada de juicios que termina con un consejo que no sienta nada bien. Los dos elementos más peligrosos (y más usuales) del acompañamiento o de la amistad.

 

Juicios: ¿Y tú qué sabes? Una de las formas más rápidas de crear distancia entre las personas es juzgando sus actos. En el contexto del acompañamiento, podemos opinar sobre un hecho (robar no está bien), pero no deberíamos sentenciar a las personas (eres un ladrón). Porque cuando lo hacemos, dejamos de aceptarlo. Lejos de ayudarle a reflexionar, lo que vamos a provocar es que salga a la defensiva o que deje de estar interesado en lo que le podamos decir.

Juzgar tiene además un riesgo, y es que podemos ser terriblemente injustos. Porque a menudo nos precipitamos con nuestras conclusiones sin saber de la misa la mitad, sin pararnos a pensar (o a descubrir) los motivos por los que alguien ha tenido un determinado comportamiento. Hace unos meses tuve que suspender un curso porque la noche anterior había tenido una cena que terminó tarde, y por la mañana me encontraba fatal. Muchos me tacharon de juerguista o de irresponsable… hasta que se enteraron de que tuvimos una intoxicación alimentaria por unas croquetas de la comida anterior, y que un par acabaron en el hospital.

 

Consejos: aceptar que mis soluciones no son las tuyas. Cuando alguien nos cuenta un problema, sentimos la necesidad de resolverlo. Es loable, pero cero efectivo. En primer lugar, porque lo que a uno le parece que puede funcionar no tiene por qué venirle bien a otro. Y los consejos generan además fuertes dependencias. ¿Por qué alguien tendría que pensar por sí mismo sobre lo que tiene que hacer si puede simplemente venir a preguntarnos? Si ­acostumbramos a los amigos a ser asesorados, les privamos de desarrollar sus propios recursos en futuras decisiones. Lo único que logramos es cargarnos con la mochila de sus problemas. Yo tuve un jefe que siempre me aconsejaba. A mí y a todos sus compañeros. No movíamos un dedo sin sus instrucciones o recomendaciones. Su primera baja no se debió a una gripe. La causa fue el estrés.

Entonces… ¿cómo lo hacemos? Acompañar es estar a disposición. Caminar al lado del otro, siguiendo su ritmo y haciéndole de espejo. Sin empujarle ni estirarle. Parando cuando él para y acelerando cuando él acelera. Y esto, en términos de comunicación, significa básicamente escuchar. Escuchar para que el otro ordene sus ideas y encuentre sus soluciones. Ideas que quizás uno ya había intuido, pero cuya comunicación se intenta evitar en forma de consejo. Acompañar es también aceptar el momento en el que se encuentra otra persona. Con sus virtudes y sus defectos. Con sus miedos y vulnerabilidades. Acompañar es un juego en el que la posesión del balón es mayoritariamente del otro. Y si nos lo pasa, se lo vamos a devolver. Porque nosotros no somos el protagonista, somos solo el espejo.

PORFerran Ramon-Cortés

Licenciado en Ciencias Empresariales y experto en comunicación.

 

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